miércoles, 15 de abril de 2009

La Vida a Pie



En la sociedad puertorriqueña se vive la cultura del auto. El carro, no sólo es el medio de transporte, es también la quita extremidad del puertorriqueño sin la cual se hace insoportable la existencia. Sin la quinta extremidad como puertorriqueño eres menos que minusválido y literalmente casi no se puede hacer nada. Esta no es una reflexión de iluminado, ni una musa que de pronto me explotó sobre la cabeza, es la realidad que me golpea en la cara en estos momentos. De golpe y porrazo se ha abierto para mí una ventana, cuyo panorama me era ajeno. Resulta que hace unas semanas atrás mi guagua decidió entrar en paro y tomarse unas vacaciones en el taller de mecánica. Desde ese día sufro la vida a pie y crea cuando afirmo que han sido unos días que no le deseo a nadie.

¿Por qué hablar de una quinta extremidad? Para una mujer madre soltera, cuya vida transcurre en solitario y con dos niñas que dependen de ella para todo, el carro es una extremidad más, tan necesaria como una pierna o un brazo. Esta mujer depende del carro para suplir todas las necesidades propias y las ajenas, máxime cuando vive en un campo olvidado de Dios, del que en teoría se llega a todos sitios en carro en dos minutos. A pie mi hermano que me lee, es una insoportable eternidad. Así, perdida mi quinta extremidad, comencé por perder los tres empleos que tenía, dos en Caguas y uno en San Lorenzo. Llevar a mis hijas a la escuela, ir al supermercado, a las dependencias de gobierno a hacer cualquier gestión, al médico, es un dolor de cabeza mayúsculo. Por otro lado y aunque difícil de creer, estar a pie me ha provisto de una amalgama de experiencias, de un nuevo conocer con el que se ha nutrido mí espíritu para bien o para mal.

Podría describir mi experiencia de caminar a pie como un acto de integración personal con el tramo boscoso que rodea el camino para llegar a mí casa. Una carretera en la que serpentean las curvas como serpiente traicionera. Mis hijas y yo cambiamos de extremo de la carretera de acuerdo a la curva que viene simplemente porque en esa carretera tallada por bueyes y vacas y plasmada con brea para la posteridad por la Autoridad de Carreteras, caben apretadamente los autos en ambas direcciones, el transeúnte de a pie no estaba contemplado en ese panorama, sólo los autos. A lo largo de ese tramo de la carretera 922 no existe acera que te guarde, sólo te guardan los ángeles de los conductores puertorriqueños que vienen a toda velocidad. Este tramo de carretera fuera hermoso a no ser por la cantidad de basura que mis hermanos puertorriqueños arrojan en el litoral de la carretera. La basura no se limita a eso, un terrible olor fétido sigue la nariz hasta que terminas el vía crucis nasal en el cruce con la carretera 198 y es que las personas arrojan toda clase de animales muertos, en el extremo de la carretera por el que corre una quebrada. En ciertas áreas de la carretera puedes ver el cauce de la quebrada convertida en un hilo de agua pestilente ante la indolencia de quienes debieran cuidar, proteger y amar lo que nos rodea. Nadie se detiene, nadie nos ofrece hospitalidad en sus autos, ahora todos le tememos a todos, todos somos privados y mostramos las espaldas.

Al continuar la marcha a pie, uno se adentra poco a poco en el disperso pueblo de Humacao, dónde todo ha sido colocado allá, acá y más para allá. Mí sufrimiento fuera menos, si por lo menos contara con un supermercado en el área del pueblo que mira hacia Las Piedras, pero no, que va, todos los principales proveedores de comida están en los confines del pueblo, en las sínsoras del Boulevard del Río y hasta allá la procesión. Les confieso que tuve mucho miedo al caminar sobre la acera aledaña a la urbanización Las Leandras, allí la hierba brava se inclina sobre la acera cubierta de iguanas descompuestas y lo único que me preocupaba era la mordedura de alguna fiera mangosta en nuestras piernas. Bajo el puente del expreso 30 hay un basurero pestilente que le hace burlas al lindo búho y su jardín recién plantado. En el camino desde el Hospital Rayder hasta la antigua comandancia del pueblo te encuentras con aceras invadidas por autos en los comercios pequeños del área y muy poca sombra para atajar el bravo sol de las doce del día. Así continua la marcha. Mis hijas ya piden descanso.

Refrescamos nuestra sed en una heladería solitaria en una esquina. Mis hijas estaban cansadas, pero disfrutando de las compras en la tienda de efectos escolares y en la farmacia en la que le rinden culto a Kittie. El casco del pueblo con sus calles recién adoquinadas exhiben una vista vacía de gente, simplemente los humacaeños han borrado de su mapa de fin de semana este lugar, allí aparentemente no hay nada qué buscar. En solitario continuamos la marcha hasta divisar a lo lejos los susodichos supermercados, atestados de gente y el Boulevard activo e hirviente, aún en un sábado de gloria o en un glorioso sábado. Allí mis hijas se detuvieron como turistas a mirar los peces y las tortugas en la quebrada que bordea el área de los supermercados, mientras mi hija menor se maravillaba, la mayor se preguntaba cómo sobreviven estos animalitos allí, en medio de basura y desechos de la modernidad. Hemos profanado el templo de nuestros hermanos los peces.

En el supermercado albergábamos la idea de que un taxi nos regresara a la casa, estábamos lejos de las posibilidades, porque a las 4:00 PM no había nada circulando. Estábamos irremediablemente a pie. La transportación pública en una cultura de autos es una utopía. El terminal de guaguas al lado de la alcaldía se ha convertido en una ermita de pasajeros fantasmas y de empleados del municipio ociosos, pues en las tres veces que lo visité para viajar a Caguas, los pasajeros brillaban por su ausencia y los empleados del municipio dormitaban tendidos en las aceras o arremolinados en grupo en un aparente chiste. Los chóferes de las guaguas públicas son mayores, los cabellos blancos adornan sus cabezas y sus memorias de los días de la abundancia de pasajeros están presentes en su narrativa. Me preguntaba para qué gastar en dos monumentales terminales de guaguas públicas, si no hay pasajeros. Los recursos invertidos en dichos mausoleos debieron de haberse dirigido a un plan serio para fortalecer la transportación pública, no para marginarla a las afueras del casco del pueblo. Todo parece conspirar a favor de la cultura del auto.

En medio de este día duro, distribuimos la carga de la compra entre las tres y decidimos caminar hasta Palma Real, con la esperanza de encontrar un pon. El tramo de la carretera hacia Palma Real desde el supermercado fue no menos difícil. Del lado derecho del carril hacia Palma Real no hay acera. Decidí entre usar la acera del carril contrario y abrirme paso entre los cuatro carriles de la avenida y los furiosos conductores o quedarme en el lado sin acera, sin tener que cruzar la avenida. Fue duro abrirnos paso entre el polvo, las bocinas y la velocidad de los autos. Dicho sea de paso, le informo a las autoridades pertinentes que atrás de la valla hay espacio suficiente para una acera. Mis hijas le sacaron provecho visual a la caminata, porque en la finca que colinda con la avenida hay una manada de cerdos silvestres con toda y charca chiquero, en la que había una enorme puerca refrescándose y varios puerquitos a su alrededor.

Llegamos a nuestro destino con los pies y el espíritu entristecidos. En la cultura del auto el individuo vive la desesperanza de estar a pie, lo que le empuja a correr al “dealer” de carros más cercano a comprar la máquina sobre ruedas para la que cualifique y si no cualificas te cualifican como sea. La conspiración ulterior es confiscar y esclavizar tu sueldo a largo plazo, todos ganan. Mientras tanto sin mi quinta extremidad y sin recursos para adquirir otra, seguiré sufriendo la minusvalía de estar a pie en la sociedad de la cultura del auto.


Por Sheila Reyes

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